Cogimos las llaves de las cuales colgaba un trozo de madera roído en el que había grabado un número, 37. Subimos las escaleras del hostal que conducían a la tercera planta, un largo pasillo nos daba la bienvenida, había cientos de puertas o al menos eso nos parecía. Al entrar en la habitación no esperábamos gran cosa, dos camas, un escritorio, un cuarto de baño y un pequeño salón con vistas a la calle. Estábamos muy cansadas, las largas horas de viaje en un tren que parecía el infierno nos había dejado exhaustas. Las ideas las teníamos colapsadas y las razones por las que estábamos en aquel pueblo se habían esfumado, al menos en mi mente. Ella vagaba por la casa y dejaba que el silencio se apoderase de la situación, posiblemente tampoco supiera que hacíamos allí.
Abrió algunas ventanas para que esta se airease mientras yo la observaba sentada en uno de los sillones del salón. Mañana seria otro día...